Volver a la ciudad dónde naciste, 25 años después. 

Después, de ver mil veces las fotos, subir el volumen de la televisión cuando salía en el telediario (demasiadas veces), oír historias interminables que siempre han ocurrido allí, idealizarla, culpabilizarla, que sea el tema favorito para hablar y alguna clase de complejo inexplicable rondando en la conversación.

La madre que descubrió allí la belleza, la libertad y el amor, un padre despertando su adolescencia y juventud lejos de casa. Tu hermana que empezó a ser adulta en el mismo momento en el que se montó en el seat 124 que nos arrancaba de allí (todos maduramos en ese viaje). Una voz recordándote permanentemente que pertenecíamos a otro lugar. Todo lo que pudo haber sido allí y lo que fue aquí: tan feo, tan raro, tan ajeno. Con cinco años no se entienden muchas cosas, ni se guardan en el recuerdo, porque cierto sentido común te dice que no lo vas a querer recordar, pero se queda por ahí  y sin saber porqué en el futuro recordarás esos años de después como los peores, sin poner nombres o anécdotas, porque todo estaba teñido de algo sucio, triste, temeroso y desarraigado. Es duro decir con cinco años:  "cualquier tiempo pasado fue mejor", pero lo pensé a los cinco, a los seis, a los siete y durante mucho tiempo después, no se si era tanto un pensamiento propio, como aprendido, heredado con todos sus complejos y contradicciones. 

Ya no lo pienso, por eso, después del tiempo perdido, paseando por ese lugar me propongo reconciliarme con todo, con los de aquí y con los de allí, conmigo, con nosotros, ese nosotros familiar y cercano de pasado compartido. Un escenario tan bonito no se merece un pensamiento extraño, un lugar tan bonito, no tiene memoria, no extraña a nadie, sigue allí para cuando quieras volver a disfrutarlo o a sufrirlo, lo mismo le da. Pero nosotros si nos lo merecemos, justo ese pensamiento que tienes ahora, un pensamiento hermoso.